lunes, 30 de enero de 2012



Al madrugar los sábados de enero es posible ver el campo helado, los brotes de rocío, que se quedan dibujados como estrellas sobre la tierra parda, y los colores del amanecer tintineando en las nubes del horizonte.
 Es curioso,  al mirar a la gente que pasa a mi lado observo como todo el mundo va bien abrigado para ir a ningún sitio, trazando un círculo, más o menos perfecto, que desemboca en la leña eléctrica del hogar. Caminan deprisa y mirando el reloj, un reloj que marca el descanso y el tranco.
 Quiero deciros que voy a mi aire, y mi aire es lento, me adelanta abuelas con bastón y toca, mujeres con el carrito de la compra y ciclistas con las ruedas pinchadas; pero se necesita espacio para mirar las ramas más tristes de los árboles de invierno, las piedras descolocadas entre las flores amarillas y los hilos de hielo de las telarañas. Las horas se escapan mirando, un mirar por mirar, ¡ya te digo! desde el rosicler del horizonte hasta el brillo de un insecto.
En invierno, a pesar de todo lo que encuentro, sigo buscando zapatos de fiesta abandonados en la hierba pero, solo hallo el reposo de botellas de cerveza rotas en el puente de madera.

¡aunque pasen frío!
botellas de cerveza
manchan el puente.

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