Juan Carlos, que siempre fue de aquí,
ponía fin a cada día de feria con una copa de menta y un trago fresco del
botijo. Lo disfrutaba en un puesto de turrón sujeto a la cuerda ferial. La casualidad nos convirtió en amigos y el
paso de septiembres nos consagró en compadres.
Él fue quién me introdujo en la
carrera del toro de Barrax y en el sosiego del caldico reparador. No nos hacía
falta más gente, los dos en cuadrilla encontrábamos las risas y consumíamos las
horas.
Un año, sería finales de los setenta, como siempre que nos juntábamos
iniciamos la tarde tirando a los monos y
en la segunda ronda, la fortuna nos halló,
derribamos los tres necesarios para conseguir la recompensa más preciada,
¡un perrito piloto! Lejos de ser un estorbo se convirtió enseguida
en nuestro camarada, la cuadrilla era de a tres, a cada caseta que íbamos
requeríamos tres cervezas, o tres bocadillos, o seis miguelitos. Lo más extraño
de todo es que a nadie le parecía extraño, ni siquiera cuando nos dirigíamos al
perrito pretendiendo que abonara su ronda.
La gente que estaba sentada a nuestro
lado terminaba también hablándole, preguntándole cómo llevaba la feria o advirtiendo de los
peligros de la bebida si pilotaba, y nosotros, compartiendo la risa,
contestábamos moviendo al can como una marioneta, simulando con vocecillas en
falsete algún ingenio perruno.
¡Cosas de feria!
Este año, como siempre, el primer día
terminará con sabor a menta.
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