Se le daba un aire a Jeff Goldblum, la tez morena como si fuera de Azerbaiyán, aunque es del sur, de un sur renegado, sin faralaes y con viento voluntario de levante - cada cual elige su nación -. Iba de la mano, escondiéndola con descaro y alegría, entre algún beso, hablaba mucho, inventando chistes y risas y, de cuando en cuando, callaba para no ser muy del sur.
En un momento, todos salieron a fumar, nos quedamos los dos desconociéndonos en la barra.
- ¿Entonces has viajado mucho?
- Sí, a los diecisiete años me alisté en la marina, lo más lejos que pude de mi casa.
- ¿Y eso?.
- Mi padre falleció cuando yo tenía trece años, de una manera poco convencional - silencio, se le enjuta la cara y palidece hacia el amarillo - se suicidó y culpé de eso a mi madre, ella tuvo culpa - me lo dijo con suficiente dolor como para terminar una conversación, pero siguió - tengo cuatro hermanos más pero no se nada de ellos - silencio para recordar- después he dado muchas vueltas, tengo hijos pero como si no tuviera, ahora me voy para Rusia a trabajar, no quiero vender drogas - retoma su rostro de Jeff G.
Cuando no se puede hablar se bebe, pero el whisky que me quedaba no era suficiente. Recordé unos versos de Bukowski, " whisky y cerveza/la sangre de un cobarde" y me refugié en el agua salada que deja el hielo de poca calidad en el fondo del vaso, sabía a lágrimas.
Tenía los ojos como Jeff G., algo más locos, vivos, buscando, mirando, como si adivinara a su padre en los los espejos del bar.
Era la noche del domingo de resurrección.
Hoy, después de ser feliz, he pensado en él.
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