miércoles, 31 de diciembre de 2014

Alembrar


Treinta de diciembre, no veo la luna, saldrá más tarde sin importarle el crotorar del frío. El día ha sido largo, en la sala de espera de un hospital el tiempo también espera. Llego unos quince minutos antes de que salga el tren, miro las huellas que los saltamontes dejaron en los ladrillos cuando yo era un crío. En la taquilla expendedora se ve la bandera de España a la izquierda y una foto descolorida de los reyes abdicados al frente. Me acuerdo de Llanos (la Guillén) y sonriendo le mando un mensaje con retranca, ella me devuelve el pagaré de un abrazo y un recuerdo para el jefe monárquico de la estación.
Paseo el andén para entretenerme de la noche helada; la Cantina la derribaron hace mucho pero siempre noto el hueco que dejó  con un cierto sabor a gaseosa de naranja, también ha desaparecido el jardincillo de al lado que se adornaba con caracoles. Veo la Fonda, otra,  la de mi recuerdo, con la casa del tío Pablo arriba - un hombre de brazos fuertes  y ojos alejados - con las cajas de champiñones apiladas en la puerta y galgos afganos en los balcones.

Y más melancolía; de una escalera blanca, de un pasillo con números, de montones de cebada, de lumbre con olla en la chimenea de la entrada, de revoltijo de primos y tíos, de casi primos y  de casi tíos, abuelos y de silbatos del "Correo".

- No todo ha cambiado, ¡los trenes aún siguen llegando tarde!

 Otra vuelta al anden. Los aseos antiguos están censurados y hoy observo por primera vez que la fábrica de harina es "harina de maíz".

Ya llega el Alvia para recoger a una pocas  almas noctívagas y heladas, y me pregunto: ¿a quién dejaré mis recuerdos?


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