miércoles, 22 de julio de 2015

Hermano Juan


Maribel me cuenta, a modo de musa, una historia de El Bonillo.


El Bonillo guarda un sabor lento, le pasa a más pueblos, parece que el tiempo llega con retraso hasta  sus calles,  calles empedradas que conservan las sombras de otros tiempos, calles ladeadas a golpes de lluvia y sol, con huecos de adobe numerado.


Pues dice Maribel que todos los días iban un grupo de jóvenes maestras desde la pensión donde se hospedaban a la escuela donde trataban de enseñar y se encontraban sentado, en mitad de la acera, en una silla de anea a un hombre de años largos y piernas cortas, barba blanca, garrota al uso, sombrero francés, chaqueta y chaleco y  reloj de bolsillo, y que desde el primer día que se cruzaron el buen hombre las saludaba.


 - Buenos días señoritas.- decía el anciano.
- Buenos días - contestaban ellas a coro, mostrando la educación de saya y entonada que habían recibido.

Su aspecto fue extraño cuando regresó a su puerta,  porque allí se llevaba más la boina y el blusón, pero el hermano Juan guardaba los recuerdos de sus viajes en su ropa que vestía con elegancia extranjera y naturalidad.

Así se saludaban cada mañana. Al llegar a diez saludos se pararon a preguntarle.

- Hermano (es costumbre de ese pueblo llamar así) Juan, ¿cómo se encuentra usted hoy?
- Muerto en vida, Doña Virginia.- respondía con voz cetrina y clara, como si tradujera los pensamientos.

En el grupo de maestras una de ellas se llamaba así, Virginia, y por el motivo que solo él sabrá, a todas las llamaba por el mismo nombre, hablara con la que hablara.

Los saludos se repitieron en el invierno.

- Buenos días hermano Juan.
- Buenos días doña Virginia, ando muerto en vida, ya ve. - Tenía confianza para replicar aunque ya no le preguntaran.

Y me cuenta Maribel que en efecto era un hombre con talante de enfermo grave, con la nariz afilada y la cara sin color, con los ojos secos y la frente acerada, los labios entrados y la piel labrada. El pobre hombre debía saber su aspecto y prefería decir él primero lo que todos veían.

El hermano Juan no terminó ese curso, el primer día a la vuelta de las vacaciones de Semana Santa le comunicaron a las doñas virginias que la misa sería a las cinco de la tarde.

Por la tarde se acercaron a despedir los saludos en el ataúd.

- ¡Míralo parece que está dormido!. - comentaban los vecinos.

 Era cierto, no le había cambiado el aspecto a cuando saludaba cada mañana, con cuanta razón decía:

 - ¡Muerto en vida, doña Virginia,  muerto en vida!.



domingo, 12 de julio de 2015

Una pluma





   

Soy aficionado a cambiar de boli, sin agotarlos nunca, los guardo con la tinta terciada y los recupero solamente si los miro de otra manera. Cuando aún  no escribía mis historias en ordenador los reemplazaba si notaba que llevaba una idea en la cabeza y no sabía salir, y veía en la nueva adquisición la esperanza de que se deslizaran renovados adjetivos sobre el papel dormido. Nunca fueron bolígrafos caros los que usaba, una vez si  tuve una pluma de calidad que malogré con disgustos y la olvidé entre los recuerdos que se deben olvidar. Pero cuando supe buscar sinónimos con imágenes evocadoras en internet, dejé el boli colocado en el cubilete, y solo  quedó para algún apunte campestre de haikus.

Hace un par de semanas, precisamente a un compañero haijin - Javinchi le llamamos - le vi tomar unas notas con una pluma, me quedé mirándola como si de una mujer deseosamente madura se tratara. Javinchi me informó que su pluma escribía muy bien y que nunca se le salía la tinta, aunque  no era recargable. La he comprado, me dijo, en una tienda de chinos de Torrejón, era la última. Cuando volviera para allá llevaba intención de preguntar por si habían traído más, aunque no le dieron garantías.

Al día siguiente, en un descuido del tiempo, fui a buscar la pluma, primero en tiendas del ramo; sabían que existían de ese tipo pero nunca habían pedido; luego entré en las de "chinos" y tampoco, ni en las de barrio, ni en las grandes que apuntalan las afueras. Nada, no las encontraba, miraba otras por el estilo, pero no quería conformarme.

La última semana de junio, empecé con un traslado de libros y sábanas, bajé por el barrio a comprar matices para los nuevos días y, en una pasada tienda de "Todo a 100" entré a preguntar. El local se encontraba como mi apartamento, paredes vacías y bultos en medio, aún así pregunté porque la caja registradora estaba iluminada. Una señora con ojos atardecidos y perfil despeinado, me dijo que sí que tenía plumas de esas, incluso se encontraban a mano. Son tres euros, me quedan dos, azul y negra, si te llevas las dos te cobro cinco euros, me terminó diciendo sin que yo le preguntará nada más. Acepté la oferta sin más regateos ni conversación y me marché contento.

Esa misma noche, ya en otra casa, enchufé el ordenador para escribir algo, sin saber bien qué, y mirando de reojo a la plumas tomé una, la de tinta negra, con delicadeza, con prudencia.

Firmé la hoja para probar la ligereza del trazo y enseguida comencé a escribir una historia fantástica sobre una bruja que se escondía en un pueblo de la sierra, Molinicos, cerca del arroyo de Las Tobillas, la bruja podía ver la cuarta dimensión espacial pero experimentaba con personas que raptaba para poder llevarlas allí y ver las consecuencias.

Estuve toda la noche escribiendo sobre cosas que ni recordaba cuando ni donde las había aprendido,  inspirado, solo paraba para tomar café y mirar mi letra que parecía mejor con esta pluma, incluso a eso de las seis me pareció que la letra ni siquiera era mía. ¡Cosas de no dormir!.

Era sin duda la historia más larga que había escrito, cerca de sesenta páginas por una cara, la podía situar entre un cuento largo o una novela corta. Releía las hojas ya escritas y apenas introducía modificaciones, me gustaba como quedaba, una ideas originales contadas con mi estilo de ramas rotas.

Llanos me preguntó a la mañana siguiente, que si no había dormido, que qué había hecho, contesté que no había hecho nada, unas pinceladas de una ideas, le dije,  voy a intentar terminar esto, hoy no trabajo.

Me sentí feliz haciéndome ilusiones, pensando incluso en publicar.

Seguía, en total eran 65 páginas. No daba para más, cada historia guarda su medida, no es necesario alargarla y que se pierdan las letras en las últimas páginas. Le puse FIN  después del tercer repaso. Solo me faltaba el título, sin pensarlo la llamé "La pluma mágica", parecía un reconocimiento al coautor, y apenas terminé de escribir la última letra, me quedé sin tinta.

¿Dónde está la otra pluma que compré? - pensaba -. La busqué pero no supe encontrarla en los nuevos rincones. Me daba igual, estaba todo terminado.

Me fui a descansar un rato, para dormir y soñar. Al despertar me dirigí a la cocina a tomar un café de mediodía y me extrañó ver a Llanos escribir tan entusiasmada. Le pregunté qué hacía.

Nada, me contestó, y siguió ilusionada diciendo:


- Estoy terminando de escribir una historia sobre una bruja que vive en Molinicos y ...