sábado, 9 de abril de 2016

Navaja





Siempre que salía de la academia - ¡ya han pasado años! - al torcer la esquina de Pablo Medina a San Antón me tropezaba con una puerta que presumía de despacho de exportación de azafrán (hebras y bulbos), también con una cafetería estrechamente verde y con una tienda de navajas y cuchillos, en esta, en su escaparate, se exponían abigarradamente gran variedad de artículos con diferentes formas, precio y filigrana.


El caso es que, de entre todas las afiladas posibilidades que se mostraban, una me llamó la atención inmediatamente, la navaja que me cautivó era más grande que la que ya llevaba, tal vez demasiado para echarla al bolsillo, la contemplé despacio, igual que un niño su merienda  y, después de remirarla me marché casi arrastrando los pies. ¡Ahí se quedó!


Pero la academia seguía y la cafetería de al lado también, así es que, pasaba por esa cuchillería al menos dos veces diarias, cuando iba y cuando volvía de clase y, alguna más, si entre tema y repaso descansábamos con un café.


Esas oposiciones no fueron mi futuro, tuve que volver a Gaspar y seguir torciendo la esquina y fijándome, porque cuando localizas algo así en un escaparate, siempre que pasas por él lo miras de forma irracional, aunque solo sea para saber si sigue ahí la tentación, ignorando las demás oportunidades.

En fin, por no marear con esquinas y recuerdos, os diré que un día sin motivo emocionante que me pinchara me animé y la compré. Tal vez solo me cansé de mirar.

 Era de asta de toro, navaja bandolera de muelles y, en efecto, demasiado grande para llevarla encima. Me la dieron sin afilar y nunca lo hice, solo me gustaba oír su golpes intimidantes al abrirla.

de siete muelles,
para oír el clac, clac
la abro despacio.

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