El oeste entra por la pequeña ventana que señorea la sala de estar; los ojos atentos y chicos alcanzan hasta la Fonda Oriental - la de antes-.
Los dos sillones de la salita son abrigos y mecánicos, con un mando de dos posiciones: una de bostezo y otra de vigilia. Un asiento, de sintrón y vino, ocupa un palco de platea y nube en las zarzuelas; el otro, es más de fanta de naranja y vendas, con vistas acantiladas al mundo y a pasapalabra. Los sillones se saben mirar.
La mesa camilla se colma - en fin de semana - de sillas oriundas de otras habitaciones y - ella - se estira y completa para que cada una encuentre su hueco y lugar.
En el momento de la siesta, por obligación y costumbre, cae un tanto la persiana, para velar el atardecer y el sol entra discreto en la sobremesa, acariciando migajas de ganchillos y olvidos.
luz de invierno,
después de comer
el silencio.
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